Por Cecilia Leoz (*)
3h47m28s dice el reloj que me acompañó a lo largo del trayecto marcando el final feliz de un sueño compartido hecho realidad. Un sueño que comenzó a tomar forma hace poco más de un año, exactamente la mañana lluviosa y destemplada del 7 de octubre de 2012 mientras esperaba a mi amiga Flor en el km 14 de su segundo maratón, para compartir un tramo de su recorrido. Corrimos juntas en silencio (o casi) hasta el km 31 donde habíamos acordado que ella seguiría sola. No quería abandonar la ruta pero aún así lo hice, prometiéndome que al año siguiente correríamos la maratón completa.
Sabía perfectamente que no era tarea fácil pero sabía también que haría todo lo posible para lograrlo: así llegaron a mi vida el reloj con GPS (inmanejable en los momentos más importantes, aún hoy), mis zapatillas de running (objetadas por especialistas y especializados), mi i-Pod shuffle (regalo de mis amigas runners high-tech para mi cambio de década), los shorts con calzas y las calzas largas (prendas antiestéticas por donde se miren en mi anatomía latina), las remeras térmicas y diminutas talle S (que no me dejan respirar), las medias de compresión (poco femeninas por cierto) y mi querido aunque “vilmente vapuleado” programa de entrenamiento bajado por Internet. Todos objetos que llegaron de la mano de un vocabulario diferente con conceptos técnicos que no estaban dentro de mi léxico diario: pasadas a 4m20s (¡muy bien!), series a 4m30s (¡bastante bien también!), carreras constantes (duras pero necesarias), carreras de recuperación (siempre más aceleradas de lo recomendable), fondos de domingo (siempre en guerra con la vida familiar), hidratos de carbono (¿mito o realidad?), geles (y sus consecuencias positivas y “no tanto”), bebidas isotónicas (y sus consecuencias generalmente “no tanto”), descansos (inconcebibles hasta ese momento en mi vida), expomaratones, kits, chips, trainers, blogs de runners, (por suerte, hablo inglés), los 21k y los 42k de Buenos Aires. Y también por qué no de Nueva York, o Boston, y/o Chicago, o París… o Berlín. ¡Sí, sí! Objetos, conceptos y metas que fueron la excusa para ir forjando una gran amistad que crecía con dos personas que llegaron a mi vida para quedarse: Flor y Andre, mis amigas mosqueteras.
Juntas las tres pensamos, soñamos, discutimos, armamos y desarmamos planes durante cenas, entrenamientos, charlas a las apuradas en el gimnasio hasta que llegó el día esperado. Otras personas conocidas se sumaron a la caravana para ir desdeLa Platahasta la largada, en un viaje anecdótico (casi caótico o viceversa) y sin director de operativo… Nada importaba. Estábamos las tres: Andre que había decidido postergar sus primeros 42 pero nos acompañaba incondicionalmente, cámara en mano para dejar testimonio de todo lo vivido, Flor que sentía la responsabilidad y el placer de caminar conmigo esta gran experiencia, y yo que, con todas las emociones explotando sin control, quería llegar a la meta para fundirnos en el abrazo tan esperado por las tres.
Como no podía ser de otra manera y a pesar de haber hecho todo para que no sucediera, tuvimos que correr hasta el arco de largada, esta vez de la mano de Flor que abría paso entre los demás corredores ansiosos. Caminamos desbordadas por tanta emoción de estar viviendo lo que habíamos imaginado por meses hasta que finalmente llegamos al arco donde nos despedimos. Cada una tenía su plan de carrera pero las dos compartíamos una misma meta: reencontrarnos con Andre que estaría esperándonos en la llegada.
Miré al cielo para verificar que el ángel que me acompaña en todas las carreras también estaba ahí conmigo, inicié el cronómetro del reloj y comencé a trotar lentamente hasta encontrar el ritmo programado. Como en una película, se sucedían uno a uno los primeros kilómetros y con ellos miles de historias comunes que imaginaba al leer las inscripciones en las remeras y los sueños que transpiraban sus caras; se dibujaban las calles y los escenarios históricos de Buenos Aires. Y de repente, el cartel del famoso km 14 donde hace un año había comenzado todo y lloré con una sonrisa de satisfacción. Me acompañaban las caras de miles de personas alentando, haciéndome sentir que estaba en camino de lograr algo realmente importante, y de muchos colaboradores anónimos que nos entregaban bebidas, frutas y algún consejo casero como “aflojá los hombros”. Me encontró también un entrenador avezado y generoso en bicicleta que me dijo las palabras “exactas” en el momento “exacto” en el kilómetro 27, cuando ya empezaba a sentir que no podía mantener el ritmo que había sostenido hasta ese momento. Luego, una canción especialmente grabada para mí en el i-pod que me recordaba que de “solo vivir se trata mi vida”, otra sonrisa con lágrimas.
Ya estaba en el km 31 recordando la promesa, orgullosa de no haber fallado a mi palabra ni renunciado a mi (nuestro) sueño y sentí la plena convicción de que llegaría. Era cierto e inevitable que no podía mantener el ritmo de la largada pero mi paso era firme, no sentía dolores y el corazón latía fuerte confirmándome que todo estaba en orden. Seguí un par de kilómetros muy entera hasta que la ruta se fue poniendo cada vez más dura por el cansancio y por las escenas desalentadoras de otros corredores cuyos cuerpos y fuerzas iban flaqueando. Llegaba al kilómetro 37 y recordé la frase tan repetida que ahora confirmo como tan cierta: “Los últimos kilómetros se corren con el corazón”.
Aparecieron las voces amadas de quienes siempre creyeron en mí alentándome, de quienes no creyeron pero fortalecieron mi voluntad para probarme que estaban equivocados, de quienes me asesoraron profesionalmente en todo el proceso de entrenamiento. Las necesité a todas y las agradecí.
Miré al cielo nuevamente y le pedí a mi ángel que siguiéramos hasta el final que ya no quedaba nada. El primer rayo de sol de la mañana me confirmó que estaba ahí cuidándome como siempre. Apagué la música, respiré hondo y apreté el paso. Se abría ante mí un pasillo bordeado por miles de personas emocionadas, aplaudiendo y festejando los sueños anónimos de todos estos locos audaces que estábamos por cruzar la meta. Solo corría y lloraba. Corría y lloraba, disfrutando mi vitalidad en su máxima expresión.
Ver el arco fue el empujón final porque sabía que ahí me esperaba el segundo gran abrazo de mis compañeras de rutas pasadas, de sueños cumplidos y de mucha linda vida por venir.
Crucé la meta con los brazos en alto, sintiendo el abrazo incondicional de mi gran amor, mi mentor y mi compañero eterno, que esperaba ansioso en casa. Y ahí estaba Andre, como lo habíamos soñado, con los brazos abiertos y una sonrisa plena, feliz, generosa… y a unos metros, entre una fila incorrompible de policías vestidos de negro, se asomaban las manos de Flor, llorando desconsolada porque no la dejaban unirse con nosotras. Pasamos la barrera de policías y finalmente llegó el tan esperado abrazo. Mocos, lágrimas, ropa transpirada, todo fundido en una sola fuerza indescriptible que pedía, que pide más. Flor había alcanzado una nueva gran meta, yo me convertía en maratonista, y Andre nos acompañaba en nuestros éxitos, como “solo los verdaderos amigos saben hacerlo”. Y ya empezábamos a soñar en el abrazo compartido de la próxima meta. Quiero con el alma estar ahí una vez más.
Nota: Mi relato comienza con el tiempo neto de mi carrera por la adicción de los últimos meses de solo hablar en términos de 4m20s, 4m40s, 4 de mil con 60 de pausa, no menos de 5m10s, no más de 4m18s. Cuando cruzás la meta te das cuenta que los números son solo eso… Porque “lo esencial es invisible a los ojos” (y a los relojes).
(*) Cecilia Leoz es traductora pública nacional y maratonista.
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