Por Daniel Arcucci
MUCHO, NADA, TODO
Pasaron 100 días de aquel domingo 2 de noviembre en el que el corazón del Central Park fue el escenario ideal para la meta de una carrera soñada. Fueron necesarias 3 horas y 46 minutos para completar los 42 kilómetros de la Maratón de Nueva York, tan compleja como apasionante. Definitivamente inolvidable.
Como suele suceder con las grandes carreras, a medida que pasa el tiempo se la recuerda mejor. Y las ganas de volver a correr, que nacen apenas se cruza la línea de llegada, aún con las piernas entumecidas, se va acrecentando a medida que pasan las horas. La Maratón de Tokyo, ahora, está al alcance de la mano. No falta nada para cumplir, o intentar hacerlo, con el desafío propuesto: “3 meses, 2 maratones, 1 sueño”.
Y tal como fue planteado el desafío, no se trata de una provocación ni se trata de hacer lo que no se debe. Se trata, sí, de hacer lo que se quiere y de demostrar que se puede. Todo eso enmarcado en una vida relativamente normal, que no es la de un atleta de élite, sino la de un aficionado con aspiraciones.
Ambas cosas, combinadas, provocaron que el recorrido por estos 100 días, que seguramente debieron tener la fluidez de una plana carrera de calle, se hayan parecido más a una escarpada carrera de montaña, pero nada ha sido capaz de frenar el deseo de cumplir con el sueño. Al fin y al cabo, el gran motor.
No pasaron más de diez días, después de la hermosa experiencia de Nueva York, para volver al entrenamiento con el Migueles Team. Las cuestas que no cuestan, entre Olivos y San Isidro, fueron el mejor reencuentro posible para empezar a subir hacia la anhelada experiencia de Tokyo. Enseguida, una seguidilla de carreras de 10K.
Podrán cuestionarlos, pero seguirán siendo una atracción irresistible: los 10K siempre serán los 10K. Alguna vez objetivo que parecía inalcanzable y por eso aspiracional; con el tiempo, hermanos menores de la media maratón, la prueba de la superación; y, para siempre, la distancia iniciática de la explosión masiva del running. Todo eso han sido y son las carreras urbanas de 10 kilómetros.
Con razón, suelen criticarlas los entrenadores de atletas de elite, por pensar que los distrae en entrenamientos para metas más trascendentes y también suelen ponerle reparos preparadores de corredores aficionados pero con pretensiones, por considerar que incluso a ellos les altera sus planes más ambiciosos.
Pero algo tienen, evidentemente, que hace que se vuelva a ellas como quien vuelve a los orígenes, entre la emoción y el agradecimiento.
Después de la Maratón de Nueva York y antes de la Maratón de Tokyo apareció, oportuna, la posibilidad de disfrutar de tres carreras de 10 kilómetros en tres fines de semana consecutivas. Iguales en kilómetros, pero bien distintas en escenarios y en condiciones, como para que no faltaran matices.
El domingo 23 de noviembre fue a la vera del Río de la Plata, en las costas de Vicente López, bajo un sol abrasador y abrazador. Los 10K Chevrolet llegaron, puntuales, un día después de un entrenamiento de 18 kilómetros con cuestas, en el Bajo de San Isidro: lo que podría haber sido una imprudencia fue un placentero trote veloz, en 45m27s a 4m33s por kilómetro, más edificante que regenerativo.
El domingo 30 de noviembre fue en los bosques de Palermo, bajo una lluvia bendita. Los 10K de Lan no se suspenden por nada, todo lo contrario, y resultó un placer compartirlos con Marcelo Zlotowiagzda, cruzando charchos como chicos para recorrerlos en saludables 46m37s, a 4m37s por kilómetro.
El sábado 6 de diciembre fue sobre la pista y los alrededores del Hipodromo de San Isidro, bajo una lúna mágica que le discutía la iluminación a los 10K de Energizer. Si se completaron en 47m14s, a 4m43s por kilómetro, tal vez fue porque resultaba difícil no mirarla desde cada rincón del recorrido.
Después, sí, a seguir a rajatabla los consejos de Luis Migueles, con la vuelta a los fondos necesarios, sólo interrumpidos por alguna inoportuna operación de muelas, un tobillo torcido en el peor momento o, simplemente, la inmanejable actualidad argentina, que convirtió al mes de enero en un mes de trabajo demasiado fuera de lo común para cualquier periodista: entrar a la redacción de La Nación poco después del mediodía y retirarse más allá de la medianoche, se volvió una rutina durante casi 20 días. Tal vez por eso, el fondo de 30 kilómetros del miércoles 28 de enero, cuando faltaban exactamente 25 días para la Maratón de Tokyo, fue mucho más que un simple entrenamiento. Fue una catarsis, que en su momento, apenas llegado y cuando todavía ni me había secado, describí así.
Fueron 30K en los que la expresión “mal tiempo” sólo podría aplicarse, y de manera discutible, a las 2 horas y 50 minutos que me llevó recorrerlos, en un ritmo de 5’41 que está lejos de lo hecho y lejos de lo que se busca hacer, pero de ninguna manera al clima.
Algo tendrá la lluvia, que hace que el correr empapándose se vuelva algo tan gratificante. Todavía más de lo que habitualmente eso. Será que empuja. Será que alimenta. Será que limpia.
Fue a las 6.30. Desde el Bajo de San Isidro hasta Vicente López, vuelta hasta San Fernando y fin en San Isidro, cruzando charcos que rápido dejaron de ser un problema para convertirse en una diversión y cruzando autos con conductores que, tal vez, adaptaban al paso la letra de Balada para un loco. Y si bien no me crucé con otros corredores por aquí, estoy seguro que hubo varios, al mismo tiempo, en otros lugares. Somos muchos los que estamos piantaos, piantaos…
Tan “piantao”, que me voy cuando todos vienen. Que por primera vez en más de 30 años de trabajo, las vacaciones, o algo así, comenzarán cuando la mayor actividad empieza. Todo sea por cumplir un sueño.
Pasaron 100 días de la Maratón de Nueva York. Faltan 12 días para la Maratón de Tokyo. Mucho, nada. Todo.
Fotos: archivo personal, Iloverunn y FotoRun. Infografías: Pía Azcuénaga.
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