Es algo que surge invariablemente con cada nueva presentación de un teléfono de gama alta: la frecuente queja de que no es fantásticamente revolucionario; la sorpresa de que comparado con el modelo anterior sí, es mejor, pero no tanto. Es algo conocido, pero nunca está de más refrescar el concepto. Y tiene que ver con Darwin y con Copérnico.
En la primera parte de la historia de los teléfonos móviles lo que prevaleció fue el darwinismo, la supervivencia del mejor adaptado al entorno, mientras las propiedades intrínsecas de la evolución (prueba, error, retroalimentación) generaban múltiples formatos y diseños. La especie reinante, sin embargo, era la misma: el celular como una pantalla pequeña, un teclado alfanumérico, botones para iniciar y terminar una llamada. Eran teléfonos.
Guste o no, el iPhone implicó, en 2007, un giro copernicano, un cambio de paradigma. Si en el mundo ptolemaico (para seguir con la metáfora astronómica) lo que llevábamos en la mano era un teléfono, hoy (en el mundo copernicano post iPhone) lo que vale es la computadora de bolsillo. Seguir leyendo











