Después de más de un año, el viernes pasado volví a entrar al Teatro Colón por motivos periodísticos que ahora no vienen al caso. No voy a referirme aa las obras de restauración ni a la reapertura sino a un detalle infinitamente menor: el busto de Beethoven que solía estar al lado de la oficina de prensa. Cuando llegué al foyer lo busqué enseguida. Ahí estaba todavía. (Puede verse en la foto movida, un poco fantasmal, que saqué con el celular). Hace un tiempo, cuando el teatro cumplió cien años, escribí para el catálogo de una muestra en la Biblioteca Nacional, este texto sobre el busto. Lo que era válido entonces (y creo que fue válido desde mucho antes) sigue siendo válido ahora:
Situada un poco a la derecha de la entrada de la calle Libertad, la escultura de la cabeza de Beethoven es un enclave en el Colón. Mas allá de la utilidad eventual (cualquier asistente consuetudinario habrá dicho alguna vez “nos encontramos en el busto de Beethoven”), podría resultar interesante preguntarse por la función simbólica –el poderío emblemático– de esa escultura que el italiano Antonio Sassone hizo en 1948 y tituló Misa Solemne.
La verdad es que, en su materialidad, es algo más y algo menos que un busto: se trata realmente de una cabeza colosal, de apariencia hidrocefálica, cuyo gesto rígido, riguroso, evoca el vaciado de una mascarilla funeraria. Colabora con este efecto de máscara mortuoria el hecho de que los ojos estén cerrados y, sobre todo, el rictus grave, casi el labrado de una tardía vacilación metafísica.
Aunque suele olvidarse (varios directores incurrieron en ese olvido), el Colón es, antes que nada, un teatro lírico. Se sabe también que Fidelio, la única ópera que escribió Beethoven, no es lamentablemente una de las piezas centrales del canon operístico. Aun así, Beethoven es el primer olímpico con el que se topa el visitante casual que decide entrar a la sala por la entrada principal. Como recepcionista, esa figura queda sobrando en las fiestas galantes de las funciones de gran abono, animadas por apócrifos lacayos ataviados en el más puro rococó dieciochesco. Para quien preste atención, Beethoven resulta allí disolvente, escandalosamente antisocial en un sitio eminentemente social. Es el lugarteniente de una idea de la música que el fenómeno de la liturgia melómana personifica equívocamente. Los ojos de Beethoven que imaginó Sassone están cerrados al mundo, pero abiertos a su propia subjetividad. En el abismo que abren los párpados cerrados habita el tópico de “lo genial”, ese epíteto residual del romanticismo cuyo uso restringido se perdió hace mucho tiempo y que reviste ahora con su pátina prestigiosa un repertorio por lo general derivado del lenguaje histórico antes que de la singularidad.
De algún modo, ese busto de Beethoven representa el concepto de música absoluta. Obsolescente, parte del repertorio lírico que entusiasma a muchos abonados necesita del drama de la trama. La música absoluta, en cambio, depara un drama abstracto, sin intriga, libre de afectividad. Gran parte del público que asiste al Colón espera que le cuenten –que le canten– una historia; busca, además de la irrenunciable expectativa social, cercanía. El Beethoven de Sassone es la mala conciencia de la autonomía en un recinto heterónomo. Llegan últimamente noticias de que hay planes de mover el busto y llevarlo enfrente, a la Plaza Lavalle. Corre la superstición de que trae mala suerte.