Seis periodistas jóvenes reconstruyeron ocho casos de crímenes cuyas víctimas fueron mujeres jóvenes. El resultado fue el libro Ángeles, mujeres jóvenes víctimas de la violencia. Los autores: Javier Sinay, Claudio Marazzita, María Helena Ripetta, Cecilia Di Lodovico, Federico Fahsbender y Sol Amaya.
El libro reúne casos que tuvieron un fuerte impacto en la sociedad y en su mayoría no fueron resueltos. Los crímenes que forman parte de este libro son el de Ángeles Rawson, Solange Grabenheimer, Paulina Lebbos, María Soledad Morales, Natalia Melmann, Marianela Rago, Candela Sol Rodríguez y Lucila Yaconis.
¿Qué paso con estas jóvenes mujeres? ¿En qué estado están las investigaciones? ¿Se pudo hacer justicia? ¿Cómo sobrellevan las familias estas trágicas pérdidas?
Las respuestas a estos interrogantes fueron plasmadas en este libro, que estará disponible en librerías la semana próxima. El próximo sábado 22 de febrero se presentará en Espacio Clarín en Mar del Plata, a las 19 horas.
Aquí, un fragmento del caso Ángeles Rawson:
(Autor: Federico Fahsbender)
Ángeles Rawson fue la adolescente más tristemente célebre de 2013: ningún noticiero habló de otra cosa en las semanas que siguieron a su muerte. El 10 de junio de ese año, su familia, encabezada por su abuela, María Inés Castelli, había enfrentado a las cámaras para pedir ayuda tras su desaparición. Su foto, un perfil sonriente, empezaba a multiplicarse a través de las redes sociales. Era una cara atractiva, fácil de recordar. (…) La chica -el mejor promedio en el cuarto año del Instituto Virgen del Valle, un colegio católico de Belgrano- había ido ese lunes por la mañana a su clase de gimnasia en el campo de deportes de su escuela, junto a la planta procesadora del CEAMSE en Colegiales. Tras esa clase, Ángeles no volvió a entrar a su departamento en la planta baja de la calle Ravignani 2360, en el barrio de Palermo. Alguien se interpuso en el camino.
Hija de padres divorciados, convivía con una familia ensamblada: su madre, María Elena Aduriz, empleada administrativa en la empresa de fumigaciones de su hermano; su hermano mayor, Juan Cruz Rawson, estudiante; su padrastro, Sergio Opatowski, un pescador profesional que había sido despedido de su trabajo el año anterior y vivía de rentas de dos departamentos y Axel, hijo de Sergio de un matrimonio anterior, de 17 años. Jerónimo Villafañe, hijo de una relación previa de María Elena, cajero del Banco Galicia, había dejado la casa dos años antes. Franklin, su padre, ingeniero, había vuelto a formar pareja. En la tarde de ese día, la ausencia de Ángeles -que no respondía a llamados en su celular, que no había sido vista por nadie se había vuelto evidente.
(…) El Virgen del Valle -un colegio chico, tradicional de la clase media de Belgrano y Palermo- cerró dos días por duelo. Ángeles tenía el mejor promedio en toda la institución, un nueve, pero no era su rendimiento académico lo que la destacaba. “Tenía una voz muy suave, delicada. Cantó en varios actos”, recuerda una directiva del lugar. Juan Cruz, en un momento, mostró a un periodista una cartuchera de CDs de su hermana, con bandas como Linkin Park y Evanescence, sus preferidas. “¿Vos tenés forma de llegar a los grupos? Quiero grabar un video homenaje con la música de ellos, ella los amaba, estudiaba canto con una profesora acá cerca. Mumi quería ser cantante y soñaba con eso”, dijo.
(…) Las declaraciones testimoniales de Juan Cruz y Jerónimo ante la fiscal Asaro fueron quizás el mejor retrato de la joven. Jerónimo, tras dejar la casa familiar, volvía de visita una vez por semana.
Describió a su hermanastra como “una persona bastante introvertida fuera de su familia y sus amigos, aunque dentro de su entorno era muy contenedora, divina, divertida, despierta, responsable. Si Ángeles tenía que ponerse firme en su postura alguna diferencia o conflicto, lo hacía, no era sumisa”. Dijo que jamás la vio confrontar con Opatowski, y que si discutía con su mamá, no la contradecía ni intentaba imponerse: apenas se ponía a llorar.
Juan Cruz, según Jerónimo, era mucho más temperamental, capaz de golpear con el puño la pared de su casa tras discutir con su madre, aunque jamás fue violento con su familia. Y el hermano mayor también era un pilar en su casa: se vistió más de una vez con saco y corbata para oficiar de promotor en el lanzamiento de un microemprendimiento de Maria Elena que no prosperó. También hacía su propia historieta al estilo japonés en su notebook. El día del funeral de Ángeles, usó un saco negro de poliéster con una remera de dos dragones rodeando el símbolo del ying-yang. Y fue él quien introdujoa Ángeles y Axel en el cosplay, en el juego de disfrazarse como héroes de los dibujos animados de Oriente, la mayor afición de la chica. “Team Saint Seiya”, se hacían llamar con Ángeles y Axel junto a otros amigos, en honor a Los Caballeros del Zodíaco, su serie favorita, para llenar de amigos el living del departamento en Ravignani los fines de semana. Ahí, confeccionaban trajes elaborados y armaduras, pelucas, un juego infantil e inofensivo. No era una rareza lo que hacían: el cosplay y el animé están entre los cultos adolescentes más visibles en Buenos Aires, con convenciones masivas frecuentes y reuniones en el Jardín Japonés. En esa escena, Ángeles era una suerte de celebridad.
(…) Lucas Eliel Sosa, un ex novio de Ángeles de 26 años, no estuvo en la mira de la Justicia. Había salido con él por pocas semanas en noviembre de 2012, “para probar”, como declararon sus hermanos.
María Elena no se había espantado tampoco de que su hija adolescente saliese con un hombre diez años mayor. Empleado en la fumigadora familiar, Lucas era un atleta eximio. La madre de la chica, ávida nadadora, charlaba sobre deporte con él con frecuencia.
Ángeles misma terminó la relación, no estaba convencida. Tiempo después, comenzó a salir con un chico del Virgen del Valle, Nahuel, dos años mayor. Los dos corrieron a Ravignani tras enterarse de la desaparición.
Hubo otro chico, el último amor de Ángeles, un chico de catorce años llamado Magno, que apenas había comenzado a conocer. Magno tampoco estuvo bajo sospecha.
(…) Los hermanos Rawson crecieron bajo un régimen judicial, el esquema de visitas acordado tras la separación de sus padres, una ruptura que fue en buenos términos. (…) Y lo que rodea a Franklin Justo Rawson y su impronta indican una vida y un pensamiento típicos de la clase patricia porteña: ingeniero con credenciales educativas como la Universidad Católica Argentina según su currículum online, tuvo cargos jerárquicos en empresas como Roche y Techint. Aficionado al rugby –fue capitán en el equipo de veteranos del exclusivo club La Salle- y a los desfiles militares; hasta tuvo un sitio de venta de vinos de pequeñas bodegas por Internet. Algunos lo describen como una figura seca, severa y a la vez tranquila en la vida de sus hijos. Antes de separarse, la familia había vivido en un departamento de Belgrano, cerca del ex Instituto Geográfico Militar.
(…) Detenido automáticamente tras su declaración testimonial el 14 de junio, su aparición marcó un giro dramático en la causa. Mangeri había visto desde la vereda, con gesto casual, cómo la Policía irrumpía dentro del departamento de los Rawson para allanarlo la misma noche del funeral. Nunca se había llevado mal con la familia, realmente. En su declaración, Juan Cruz lo describió como alguien “macanudo”, siempre servicial, que hasta tuvo una llave del departamento de la familia antes de que cambiaran la cerradura en 2012. (…) En su cuadra de la calle Ravignani, nadie tenía nada excepcional que decir sobre él tampoco.
Todos describían a un portero que lavaba obsesivamente su Renault Megane los fines de semana, que hacía trabajos de albañilería para sus vecinos y piropeaba chicas desde la vereda de vez en cuando. Pero el viernes 14 mismo, Diana Saettone recibió un llamado desconcertante.
Jorge García -un portero amigo de su marido, a cargo de un edificio en Barrio Norte- le comentó que Mangeri lo había visitado “hecho una piltrafa”, llorando sin parar. Algo no estaba bien.
(…) Al portero Mangeri, lo mejor que le pasó en su vida fue ser portero. Había llegado a Ravignani doce años atrás, a través de un familiar lejano de su mujer que administraba el edificio. Nunca fue parte de la vida política del SUTERH, del poderoso sindicato de porteros al que pertenecía, de sus elecciones internas, pero le gustaba disfrutar de sus beneficios. Nunca faltaba a la cena masiva que ofrecía el gremio a sus afiliados para fin de año. El sindicato le proveyó casa, una cobertura de salud, y hasta la chance de viajar a los centros vacacionales del sindicato en provincias como San Luis. Era un cambio: hasta ese entonces, Mangeri jamás había ido más allá de la provincia de Buenos Aires. Venía del barrio Muñiz en San Miguel; ahí se crió en una casa con pasillo al fondo junto a dos hermanos, hijo de Antonio, un albañil y Norma, ama de casa.
(…) Nunca terminó la secundaria. Toda su vida se dedicó a trabajar: de adolescente, como asistente en una panadería; más tarde, en una tornería. Su padre, Antonio, albañil, murió por problemas cardíacos luego de una vida de cigarrillos y esfuerzo físico. “Le explotó el corazón”, relatan en San Miguel. Sus padres se separaron cuando tenía 25 años. El portero le recriminó durante años a su mamá el hecho de que dejase morir a Antonio sin compañía, en una relación que se volvió fría con los años. Al morir Ángeles Rawson, Norma seguía ahí, en la casa al fondo del pasillo.
(…) Diana recuerda la relación de su marido con su sobrino Lorenzo, una suerte de hijo para ellos, que compartía fines de semana enteros y hasta dormía entre ella y Mangeri.
Lorenzo era celíaco: frente a él, el portero nunca se atrevió a comer una factura o un pan. Y el chico resumía todas las esperanzas de la pareja, en cierta forma: nunca pudieron tener hijos, debido a un problema congénito en Diana, que fue diagnosticada hace cinco años de un cáncer de tiroides, algo que eliminó cualquier chance de quedar embarazada. Intentaron con tratamientos, que no funcionaron.
Al momento del crimen, Diana y el portero no habían resignado el deseo de ser padres: ya habían comenzado a informarse para el largo trámite de adoptar un hijo. “Hay una burocracia terrible. No es que vas y listo. Pero sí, estábamos con eso, teníamos esa ilusión”, dice Saettone.
(…) Mangeri se había instalado en Los Troncos poco después de la separación de sus padres para trabajar con un tío diariero como canillita. Diana ya tenía un kiosco-almacén. Mangeri la visitaba ahí, intentando cortejarla. Cuando llegaba y veía que ella no estaba, compraba un sobrecito de champú para disimular. No le servía de mucho; ya en ese entonces se había quedado calvo. El cortejo resultó: ya portero en Ravignani, se casó en el 2003 con Diana en la parroquia Purísima Concepción de Pacheco. Carlos y la madre de Diana, Salvadora, fueron los padrinos. Norma, la madre de Mangeri, no estuvo en la ceremonia. Hasta el momento del crimen, los padres de Diana no la habían conocido. La distancia se mantenía. Y con su mujer, era protector al extremo, algo que se volvió más notorio tras el diagnóstico de cáncer. Salvadora cuenta: “A veces no la deja ir sola a hacer los mandados por miedo a que se caiga o le pase algo”. Para Diana, eso es un ejemplo de la caballerosidad de su marido: “Todavía en la cárcel me corre la silla cuando me siento”.
(…) El portero panzón de camisa y pantalones Ombú, calvo y buenote, el mismo que abrazaba a sus sobrinos en fotos íntimas y videos extraídos de Facebook y reproducidos en cada revista y noticiero, ya no existe: Mangeri perdió veinte kilos en sus primeros seis meses de cárcel. Bajo un régimen de resguardo impuesto judicialmente, no puede transitar solo los pasillos cuando va a sus tratamientos bisemanales de contención con una psicóloga -jamás había hecho terapia antes en su vida-, o cuando va a las salas de visitas para encontrarse con su mujer y llorarle en el hombro. (…) Comparte su encierro con presos famosos como José Ángel Pedraza, alojado en Ezeiza por la muerte del militante socialista Mariano Ferreyra, y Eduardo Vázquez, ex baterista de Callejeros, condenado por la muerte de 194 personas en la masacre de Cromañón y por incendiar a su propia esposa, Wanda Taddei. Pedraza y Vázquez lo apoyan, lo animan, lo tratan con afecto, le piden que coma, que le va a hacer bien, lo alientan para que no pierda el ánimo. En el pabellón, el portero les retribuye cocinando pizza de vez en cuando.
(…) En octubre del 2013, Diana todavía vivía en el departamento del octavo piso en el edificio de Ravignani, reservado al portero. Las aberturas fueron renovadas por Mangeri poco antes del crimen, las paredes repintadas, los escalones rotos reparados con cemento. Diana, acompañada de su hermana Susana, casi idéntica a ella, pasaba tardes encendiéndole velas a la Virgen de San Nicolás, jugando con sus sobrinos que la visitaban. La temperatura mediática del caso había bajado; ya no era invitada con tanta frecuencia a defender a su marido en los programas de televisión. Ya no trabajaba en ese entonces, gozaba de una licencia: Diana limpiaba pisos en el Instituto de Menores Manuel Rocca. Dice que los chicos detenidos siempre la trataron con respeto, que el miedo que experimentó al comenzar a trabajar ahí no le duró demasiado. Durante los últimos 5 años, mantuvo a raya a su cáncer de tiroides, del cual no está completamente curada. La medicación del tratamiento le provocó una arritmia cardíaca. Su fragilidad física fue siempre la debilidad de su marido.
Mangeri, en sus pocas entrevistas a la prensa, negó una y otra vez que fuese culpable, aún con las pruebas apiladas en su contra. Hay voces ligadas al expediente que dicen que, si es en verdad culpable, solo confesará el día que muera su mujer.
(…) (Ricardo) Canaletti reconoce: “Una noche a la salida del canal me suena el celular y escucho: ‘Soy Berni, quiero hablar con vos.
Dijiste en Telenoche una cosa que no es así. Diste a entender que nosotros tenemos una inclinación para ocultar a la familia’.Yo le digo: ‘Pagaste el entierro’. Él responde: Sí, pero se lo hacemos a mucha gente. Me dijo que le pagó un alojamiento porque les había allanado la casa. Y me pregunta: “Che, ¿qué onda esta mujer que apareció?” Ese, para mí, era el verdadero sentido de la llamada”.
Esa mujer a la que refiere Canaletti, que llamaba desde del sur del país, fue el centro de una polémica que terminó en un fiasco judicial.
La mujer contactó a los estudios de TN, luego a una productora de Canaletti, para revelar que habría visto a Opatowski teniendo una sugestiva y airada discusión con Ángeles en el edificio. Desde el canal, no quisieron arriesgarse a lanzar el testimonio al aire. Enviárselo al abogado Lanusse fue el paso siguiente. Este testimonio motivó que, en plena noche, todos los ocupantes del edificio de Ravignani, ancianos incluidos, fuesen cargados en combi en plena noche para declarar en Tribunales. Tampoco sirvió de nada. Nadie reconoció haber visto una discusión así. La mujer fue imputada por falso testimonio, el equivalente procesal de una torta en la cara.
(ver publicación original en diario Perfil)