La ley de prepagas tiene algunas partes irrelevantes, otras no muy buenas y una decididamente mala.
Empecemos por las irrelevantes: regulación de precios y definición de los estándares (el “Programa Médico Obligatorio”) que las prepagas proveen. Esto es irrelevante porque ya está, en los hechos, regulado, aunque no está mal que esa regulación tenga fuerza de ley. ¿Tiene sentido regular precios y estándares? Es posible. El mercado de la salud no es completamente transparente ni completamente flexible. No es como el quiosco que si sube un poco el precio de un producto conocido, uno va al de la otra esquina a comprar el mismo producto a un precio más bajo. Hay en la salud problemas de información (¿cómo será en esta prepaga el tratamiento X si contraigo la enfermedad Y?) y además, por una cuestión de escala mínima, cierto poder oligopólico de los prestadores. Es razonable que el Estado ayude a los consumidores a saber qué es lo que compran y a que no sean víctimas de un excesivo poder de mercado. Por supuesto, la solución puede ser peor que la enfermedad si el Estado controla mal o impone precios que hacen inviable una atención de calidad.
Lo no tan bueno: ¿tiene sentido cobrar lo mismo a todos los afiliados independientemente de su “condición de riesgo”, por ejemplo, la edad? Suena bien, pero tiene sus problemas. Imaginemos que una prepaga tiene solamente dos afiliados: uno joven, que para la prepaga tiene un costo de $2000 anuales, y uno viejo, que impone a la prepaga costos de $10.000. ¿Cuánto se cobrará la cuota si por ley tiene que ser la misma para jóvenes y para viejos? Para no perder plata, debería cobrar $6000 anuales a cada uno, a lo que añadirá seguramente un beneficio.
Ahora bien: ¿tiene sentido para el afiliado joven pagar un seguro por algo que, contratado privadamente sin seguro, puede ser bastante más barato? Para los “jóvenes y ricos” puede tener sentido pagar esa cuota que tiene incorporados los altos costos de las personas mayores, porque así y todo preferirían asegurarse de no enfrentar una tragedia económica en el caso de un percance importante de salud. Pero en otros casos, los afiliados de bajo costo preferirán arriesgarse a no contratar una prepaga y pagar por su cuenta cada consulta, a un costo en principio menor. Si la cosa va bien, habrá ahorrado un buen dinero; si se enferman, tampoco es exactamente la muerte, porque está la salida no ideal pero quizás tolerable del hospital público.
El problema se vuelve decididamente grave con la cuestión de las enfermedades preexistentes. ¿Tiene algún sentido contratar una prepaga si uno tendrá la posibilidad –como estipula la ley– de contratarla en caso de contraer una enfermedad de alto costo? Pensemos el ejemplo anterior pero ahora comparando una persona comprobadamente sana con una comprobadamente enferma, con un tratamiento costoso. Si la cuota es similar, el “sano” estará pagando con su cuota el tratamiento del que padece la enfermedad. ¿Le convendrá quedarse en la prepaga? ¿No tendría más sentido desafiliarse y, en caso de contraer una enfermedad de tratamiento costoso, afiliarse nuevamente?
Probablemente. El problema es que esa racionalidad individual llevaría a la quiebra del sistema. A medida que algunos “sanos” deciden abandonar la prepaga, el costo por afiliado sube, porque van quedando los afiliados con enfermedades, más costosos. Por lo tanto los precios tienen que subir. Pero cuanto más suben los precios, más incentivos tienen los “menos enfermos”, por así decirlo, a quedarse en la prepaga.
¿Pero entonces la solución es que las personas con enfermedades no estén cubiertas? No. Los empresarios de las prepagas proponen evitar el problema de las preexistentes haciendo intervenir al Estado para pagar esos tratamientos. La ley prevé la posibilidad de una cuota diferencial, más alta, para el que padece enfermedades preexistentes. Si ese diferencial es muy bajo, el problema persiste; si es muy alto, no se resuelve el problema de las enfermedades preexistentes.
Una posibilidad alternativa, que es la auténtica reforma que necesita nuestro país, es hacer obligatoria la contratación de un seguro de salud. En el caso de los trabajadores informales, ese seguro debería ser pagado por el Estado. Este es exactamente el espíritu de la reforma de salud que Barack Obama acaba de impulsar en Estados Unidos, y el sistema tal como funciona de manera muy eficiente en Holanda.
Con la obligatoriedad desaparecería el problema de las preexistencias, porque los “jóvenes y sanos” no tendrían la posibilidad de escaparse del sistema. Pero la obligatoriedad de contratación debería convivir con la libre elección de prestador, evitando la irritante ineficiencia del monopolio estatal. Con autonomía para elegir prestador, un componente redistributivo –los aportantes ricos ayudando a los pobres– y ayuda pública, todos estaríamos en pie de igualdad para elegir a un proveedor de salud; y –sigo soñando en voz alta– los prestadores sindicales, estatales o privados deberían estar en pie de igualdad para competir por calidad para conseguir afiliados.