Libertad, la primera palabra del título elegido por Ed, bien podría considerarse una abstracción y al mismo tiempo un objetivo real para su vida, meta casi del todo lograda gracias a su recorrido personal, ya que implica la idea de que no hay retorno, que la libertad es un camino de ida…
Ed hoy tiene 39 años y nos envía un texto que escribió para que lo compartamos con los lectores de Boquitas pintadas. Desde el año pasado integra el grupo de reflexión para varones gay que coordina el lic. Alejandro Viedma en la Asociación Civil Puerta Abierta. Desde entonces, tiene deseos de contar su experiencia de vida.
“Libertad: mi largo y sinuoso camino”
Por Ed
Represión a la vuelta de tu casa, decía aquel tema de Los Violadores de principios de los ochenta. Represión que imperaba por estas tierras desde principios de 1976. Apenas unos días antes del inicio del caos, se me dio por llegar al mundo. Quizás la situación de extrema oscuridad de ese momento haya influido de alguna manera en cómo, poco a poco, empecé a percibir la realidad. La nacional y la propia.
A lo largo de mi vida me resultó muy duro poder encontrarme cómodo con mi sexualidad. Por mucho tiempo hice oídos sordos a los pequeños indicios que iba notando respecto de mí y a la impresión de ser distinto de la mayoría de los mortales. Hice lo que pude a cada momento. Fue un duro y largo proceso el que tomó desandar el camino.
De pequeño solía escuchar música en soledad, algo que no ha cambiado demasiado. La dictadura censuró a grandes artistas. Durante años, por represión interna, yo también elaboré mi propia “lista negra” de melodías favoritas de mi primera infancia. A los demás, a mí mismo, solía decir que el primer disco que había escuchado era “Off the wall”, de Michael Jackson. Sin embargo, la verdad es que mis acercamientos iniciales a la música vinieron de la mano del disco simple de Abba, “Chiquitita”, que pasaba una y otra vez en el combinado de mi abuela cuando tenía 3 años. O las pegadizas canciones de Raffaella Carrá, que me hacían bailar cuando volvía del jardín de infantes. Son momentos de los cuales sentí vergüenza por mucho tiempo. Ahora, por fin, puedo reconocerlos con una mirada más amable.
Con mis amigos jugaba a “policías y ladrones”,y era malo para los deportes. En casa, tenía un muñeco de la pantera rosa. Me costaba entender por qué, siendo macho, tenía ese color. Algo inconsciente me provocaba la tentación de travestirlo, pero ahí estaban mi madre y mi abuela para sugerirme que mejor no, que era un “pantero”, y estos no usaban pelo largo ni vestido. Ellas cubrieron el rol de mi padre, desaparecido por propia gana, y se encargaron de transmitirme lo que se podía y lo que no se podía hacer. Lo que estaba bien y lo que estaba mal. Lo que correspondía a un varón y a una mujer. Y yo me lo tomé en serio, muy en serio.
La Argentina vivía una guerra absurda que dolía en el sur, y yo empezaba primer grado. Ese nuevo ámbito, sumado a la fuerte influencia que por ese entonces tenía a través de la fe católica, y el hecho de ser producto de la crianza en una ciudad del interior bajo la atenta mirada de quienes condenaban a las madres solteras, paulatinamente me fueron dejando una impronta muy fuerte respecto del deber de cumplir con las expectativas que los demás tenían puestas en mí, como ser el mejor alumno, hacer lo que se debía y no lo que realmente quería. Represión de la que empezaba a ser consciente.
A fines de 1983 se empezaban a respirar aires más libres en el país. Sin embargo, tanto para Argentina como para mí, la verdadera liberación no llegaría de un día para el otro. Por esa época descubrí a Sandra Mihanovich. Su voz aterciopelada e irreverente fue determinante en mi vida. Sin saber muy bien por qué, escucharla me hizo sentir feliz, liberado. Al oír sus temas, sentía que podía hacer (y ser) cualquier cosa que me propusiera, aunque sea por 3 minutos.
Video de Sandra Liberock
“La represión no se banca/ Por eso yo la quiero combatir/ Si vas dejando que te anulen/ Terminarás dejando de existir/ Libertad, libertad, yo te busco/ Donde quieras que estás.”
En 1984, pude ver en mi televisor Philco blanco y negro el videoclip del tema “Smalltown boy” de Bronski Beat. La canción cuenta la historia de un joven oriundo de un pueblo inglés, quien debe irse de su casa al no ser aceptado por su familia a causa de ser “diferente”. Alguien me dijo que el cantante y protagonista del videoclip, Jimmy Somerville, era “gay”, término que jamás había escuchado. Le pregunté a mi madre qué significaba esa palabra. Me dijo que era muy chico para preguntar esas cosas. Yo tenía 8 años,y decidí hacerle caso. Reprimí la curiosa sensación de empatía que me provocaba el video.
El temor y la represión empezaban a adueñarse de mis actos. Preferí hacer lo que correspondía: mirar el comercial de Hitachi con Adriana Brodsky en tanga.
A los 11, mientras Alfonsín lidiaba con rebeliones militares, yo estaba secretamente enamorado de mi amiga Ce. Un día, llegué a su casa y me atendió su padre, en slip. Recuerdo perfectamente la incómoda sensación que experimenté. Fue mi primera erección, algo que me dio mucha vergüenza, un leve dejo de gozo, y la certeza de que eso que sentía estaba mal, muy mal.
Ese mismo año hubo un hecho que marcó mi vida: en la escuela, la maestra me acusó injustamente de haber tirado un borrador, pero fue tan enfática en su reprimenda que me hizo llorar. Me sentí muy humillado por mostrarme de esa manera delante de ella y del resto de mis compañeros, que empezaron a llamarme “maricón”. Enjugué mis lágrimas, y me prometí solemnemente que jamás en la vida volvería a llorar. Recién hace poco tiempo he podido reconectarme con la aliviadora sensación de llorar.
Tenía 13 años, en tiempos de hiperinflación, cuando decidí que iba a reprimir todo aquello que me impidiera ser como los demás. Empecé a escuchar rock, a mirar chicas, a acercarme e incluso a salir o tener alguna forma de experiencia sexual con alguna. Sin embargo, percibía que algo no terminaba de satisfacerme. Tuve una fantasía recurrente: en ella iba a estudiar a la casa de Jota, mi compañero de segundo año, pero terminábamos masturbándonos y besándonos. Algo que nunca se concretó. Había indicios de que él sentía algo, que quería experimentar, pero jamás me permití avanzar.
Tanto empeño en ser “normal” tuvo sus consecuencias. Lentamente, me fui volviendo agorafóbico.
A los 17 años empecé mi primera y fallida experiencia en terapia. No estaba listo para aceptarme tal como era.
En 1996 vine a vivir a Buenos Aires, cuando aún existía la escenografía de cartón pintado de la convertibilidad, que lentamente comenzaba a descascararse. Empecé a estudiar en un taller de teatro. Hice algunos amigos. Poco a poco me di cuenta que sentía una enorme atracción por el ayudante del profesor de actuación. Fue la primera vez que tuve conciencia de sentir algo parecido al amor, junto a la atracción sexual, hacia alguien de mi propio género. Eso me angustió mucho. Recuerdo una noche estar desvelado, pensando en él. En la radio sonaba el tema “Don’t bring me down” de E.L.O., y aún me acuerdo de cómo, de modo muy claro, casi revelador, en mi cabeza apareció un pensamiento directo, sin filtros que decía: “Sos gay”. No pude soportarlo. Fue la primera vez que tuve un ataque de pánico.
Por esa época, empecé una nueva terapia. Cuando llegamos al punto donde yo sentía la barrera a superar, esa imposibilidad de poder vencer mi represión, mis miedos e inseguridades, y poder aceptar aquello que en ese momento era inadmisible, dejé la terapia. Cuán importante hubiese sido poder atravesar esa pared en ese momento, pero entiendo que realmente no estaba listo, todavía tenía que encontrarme con mi esencia, aceptarme, y eso tomaría un poco más de tiempo.
Me sentía muy triste, me costaba estar con chicas y, a la vez, sentía que estaba mal descubrirme atraído hacia otros hombres. Por esas cosas de la vida, consciente o inconscientemente, tal vez para estirar mi confusión, me enamoré perdidamente de Ve, una chica luminosa, la cual no sentía lo mismo por mí. Me rompió el corazón. Pero el sufrimiento por la no concreción fue suficiente para tranquilizarme y hacerme sentir que yo aún tenía “solución”, que no estaba perdido, condenado a ser un infeliz fuera de la norma.
A los 28 años, mientras Kirchner llevaba apenas unos pocos meses al frente de la primera magistratura, yo enfrentaba como podía mis desafíos, y la represión devino en severos ataques de pánico. Tan fuerte fue la sensación y el miedo a perder el control, que incluso pasé por una muy breve internación. Ahí pude hablar de mi sexualidad por primera vez con profesionales. Tuve una suerte de “epifanía”: sentí que era bisexual, y esa etiqueta me ayudó mucho a, muy lentamente y con muchas dificultades, ir aceptándome como podía. Existen bisexuales, claro está. Es sólo que yo no era uno de ellos… De todos modos, hasta ese momento, no había tenido ningún tipo de acercamiento concreto y real con un hombre.
A los 30, empecé una nueva terapia, que continúa hasta el día de hoy. A diferencia de las anteriores, en este espacio pude hacer un gran trabajo de autoconocimiento y autoaceptación, hecho que ha resultado muy fructífero y revelador. Pasé de sentir que la posibilidad de estar física o emocionalmente con otro varón era sencillamente inconcebible, a animarme a lo inimaginable. Eran tiempos de la primera mujer elegida por votación popular al frente del gobierno nacional, la crisis del campo, y la flamante Ley de medios. Y eran también tiempos de chat. Chat que ayudó mucho a ir animándome a hablar con otros hombres hasta que, por fin a los 33 años, estuve por primera vez frente a frente con otro varón. Todo sucedía en el ámbito de lo privado, yo no hablaba con nadie sobre esas experiencias, excepto con mi psicólogo. Era como si no pasaran. Si no lo verbalizaba ni exteriorizaba, eso no sucedía. Pero sí sucedía. Ya no tenía contacto de ningún tipo con mujeres, aunque sentirme bisexual me alivianaba la carga que en ese entonces sentía. Y la culpa.
La Argentina estaba a la vanguardia de las naciones que otorgaban legítimos derechos antes impensados, como el matrimonio igualitario, en tanto que yo, por entonces, no era capaz de siquiera pronunciar la palabra “gay” y, mucho menos, de asumirme como tal. Las consecuencias de tanto tiempo de represión habían dejado su rastro.
Todo cambió a mis 38, cuando conocí a Efe. Sin proponérmelo, de pronto me encontré enamorado. El era masculino, pero a la vez algo afeminado y con perfil muy alto. Muy diferente al tipo de hombres que hasta ese entonces me habían atraído. Pero me voló la cabeza. Besarlo era como sentir que estaba en casa. Siempre que fuera en la intimidad. Él quería que pudiéramos hacernos demostraciones de amor en público, que le presentara a mis afectos, que lo hiciera parte de mi vida.
De poco valió que yo fuera sincero con él, que le contara que no estaba listo para abrirme. No estoy orgulloso de cómo me comporté con él, pero hoy puedo ver que realmente no me acompañó ni comprendió en el duro proceso de aceptación que estaba experimentando. Poco a poco nuestra relación se fue llenando de discusiones e intolerancia mutua, y fue la excusa perfecta para que yo decidiera terminar la relación. Por él pude, por fin, recuperar mi capacidad de llorar a moco tendido. Sólo con el paso del tiempo pude asumir que lo amé como nunca antes amé a nadie. Que me cambió la vida. Que significó mi primera relación de pareja en serio. Y eso aceleró en mí un proceso de aceptación cabal de mi persona. Pude entender, finalmente, que no soy heterosexual ni bisexual, sino que soy gay, y que eso no tiene nada de malo, por el contrario. Poco a poco pude abrirme con buena parte de mi entorno, y entender que mis temores previos respecto de no ser aceptado, de ser dejado de lado si sabían lo que sentía, eran completamente infundados. Al día de hoy, nadie que me quiera me ha rechazado.
Aceptar mi sexualidad me llevó a repensar muchas cosas. Me di cuenta deque no tenía amigos gays, que no tenía una red de contención para hablar de ciertos tema que, por muy buena predisposición que tuvieran, mis afectos heterosexuales no entendían a fondo lo que yo sentía, y siento.
Fue ahí que, afortunadamente, apareció en mi vida el Grupo de Reflexión de Varones Gays que coordina el Lic. Alejandro Viedma. Alejandro no sólo escucha, contiene y orienta con toda la experiencia y la sabiduría de años de trabajo y especialización en temática LGBT, sino que, esencialmente, es una gran persona, con inquietudes artísticas y talentos varios. Este grupo es un ámbito donde podemos hablar con pares de temas que nos involucran, donde la red de contención grupal permite sentirse valioso, ávido de vivir la vida con ganas, de comprender, de ser abierto y compasivo con uno mismo y con los demás. Espero cada miércoles con enormes ansias para ir a nuestra reunión.
Parafraseando a un compañero del grupo, yo todavía sigo saliendo del clóset, luchando contra los resquicios de mi propia homofobia internalizada, viendo que en ciertos ámbitos aún me es difícil mostrarme tal como soy, como por ejemplo, a nivel laboral. No obstante, no quiero forzar nada, sé que poco a poco se irá naturalizando, como lo he logrado en otros espacios.
A los treinta y nueve, por fin, me decidí a vivir realmente mi vida lo mejor que pueda. He sentido que el tema de la “avanzada” edad en que finalmente asumí que me gustan los hombres y que empecé a vivenciarlo en la práctica, en general me ha dejado la impresión de sentirme “el peor de todos”. Sin embargo, a través de la experiencia y el paso del tiempo, he conocido a hombres que han asumido su condición sexual a edades más tardías y en contextos mucho más arduos que en mi caso. Es increíble cómo uno es capaz de ampliar su visión del mundo, relajarse, dejar el látigo a un lado, a medida que conoce más historias de vida ricas.
Quisiera que Efe hubiese podido darme la oportunidad de demostrarle que ahora estoy en condiciones de amar libremente a otro hombre. No pudo ser con él, pero no pierdo las esperanzas de encontrar a alguien con quien podamos construir una relación de pareja duradera y feliz. Me lo debo.
Los años duros de la represión por fin van dando paso a tiempos de mayor libertad. Tengo mucho por hacer. No quiero perderme ni un minuto de todo aquello que la vida (me) traiga. Sandra tenía razón: Soy lo que soy, mi creación y mi destino. Y a mucha honra!
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