


La gente hace cola en París para visitar los museos (a la derecha en la entrada del Grand Palais) , para entrar al local de Vuitton en Champs Elysées, para comprar zapatos carísimos de Christian Louboutin (abajo derecha), para visitar el local de Abercrombie & Ficht, (izquierda) que ha extendido su área de influencia entre los más jóvenes desde la 5ª Avenida en Nueva York, a un palacio parisino.
Hay colas para comprar la baguette en la panadería del barrio, para elegir la marca de agua preferida en el ” bar de aguas” de Colette, negocio “de concepto” en la rue Saint-Honoré o los clásicos maccaronis de pistacho en Ladurée, de la rue Royale.
Media hora de espera es moneda corriente, y más aún si la intención es una mesa en la vereda en el Cafe Flore de St. Germain. Gajes de la ciudad más visitada por los turistas globales, donde circular en “velo” (bici) es un hábito adquirido por locales y visitantes.
A pesar de la colas, o x ellas, los franceses son campeones del negocio del lujo y han patentado una definicón (ver abajo) que es mucho más que un juego de palabras







Y sí señores, en París, el patrimonio es negocio. Enormes afiches cubren la fachada del Palacio de Justicia, (derecha) y de muchos otros espléndidos edificios, como el Museo d’Orsay (abajo) y el Teatro de la Opera para pagar los gastos de conservación y restauración. La arquitectura, patrimonio no renovable, es la esencia del paisaje parisino. Las fachadas son cuidadas y conservadas como una razón de Estado, desde que el Ministerio de la Cultura, y hablamos de la época de Malraux, tomó nota de su importancia. Ubicados en lugares estratégicos, esos emblemas cuasi escenográficos que son los monumentos públicos sirven para “sostener” la publicidad de marcas de alta gama. Empresas como Omega, Samsung, Esprit, Burberry’s y Swatch, pagan por asociar su imágen al imbatible fondo para la foto. ¿Qué tal si pensamos en una estrategia similar para Buenos Aires y salvamos de la decadencia emblemáticos edficios como la Confitería del Molino frente al Congreso, y tantos otros símbolos degradados de nuestro paisaje urbano? El turismo del siglo XXI se mueve por el mundo para conocer la historia, para cargar en su bitácora de viajero la identidad de una ciudad, que se fortalece protegiendo lo que tiene valor, cuidando el patrimonio.












