Las máscaras, o el erotismo de la transformación

En las épocas de Carnaval vuelvo a los corsos de la infancia y los clásicos festejos con los chicos del barrio: correr por las calles para tirarnos esas bombitas llenas de agua, un recurso que si te daba en la cara no contabas el cuento. Entonces algunas madres solían vigilar sumándose, como la de un vecinito, que salía disfrazada de aldeana y terminaba echándose baldazos con sus hijos. Ahora que lo pienso, con su falda corta y empapada que dejaba ver su silueta voluptuosa, debe haber sido el sueño erótico de todos los padres del vecindario.

Los disfraces tienen ese extraño poder, son una herramienta cuyo morbo no decae, y que en estas épocas vuelven a salir del cajón más oscuro de nuestras fantasías para demostrarnos que, al fin y al cabo, todos somos un poco fetichistas. Mark Griffiths, un psicólogo y profesor de la Nottingham Trent University, autor también de un blog sobre temas de psicología y afines, indagó entre sus pacientes e hizo un listado de los disfraces femeninos que más provocan a los hombres: animadora, camarera, enfermera, mucama, secretaria, oficinista y colegiala, en ese orden. A las mujeres, según su lista, les excitan aquellas ropas relacionadas con el poder, ejemplo, el policía, el militar y el traje de empresario, el más afrodisiaco de todos…(aunque, ¿ya vieron los pantalones de la nueva policía de la ciudad Buenos Aires? O les encogió con el lavado o tienen mucha lycra!)

Según la web de citas Gleeden, que realizó una encuesta para saber cuáles eran las profesiones más atractivas para los usuarios en vacaciones, al tope del top ten están los uniformes, tan asociados a la idea de lo que representan (poder). Los hombres fantaseaban con las azafatas, con las guías turísticas, las recepcionistas, las niñeras y por último con las camareras. El el 37% de las usuarias en cambio dijo soñar con el bañero; con los bomberos, el barman y los médicos.

Las 50 Sombras de Grey reciclaron el antifaz erótico

Lo que a mi ver resulta sexy de verdad, más que cualquier disfraz, es la máscara o antifaz, ese ingrediente sutil dentro del boudoir privado que aparece ya en los rituales religiosos de los pueblos primitivos, quedando desde entonces directamente asociado a la sexualidad, o mejor dicho, a la lujuria. Actualmente es parte de la etiqueta erótica que se lleva en prácticas y disciplinas grupales privadas en las que los participantes no quieren ser reconocidos. Tras asegurarse el anonimato, las personas enmascaradas se desinhiben hasta perder la vergüenza, de ahí su poder transformador. Si las han usado una alguna vez habrán notado que ayudan a dejar atrás lo que uno es para ser lo que querría ser, olvidando por completo la culpa y la idea de parecer pervertidos ante el otro.

Antiguamente en Venecia, con su Carnaval imponente como el de Brasil, aunque muy distinto, el uso de máscaras estaba reservado solo a las clases altas y servía, básicamente, para ir a ver obras de teatro obsceno, o para “mantener en secreto amistades galantes” es decir, tomarte la góndola y hundirse en la bruma de la noche para llegar escondidos a los brazos de un amante…

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