Ayer alguien me recordó una gran frase de Philip Roth: “Nadie encuentra su vida, eso es la vida”. Por una extraña razón pensé en Barney Panofsky, el cailedoscópico personaje salido de la novela de Mordecai Richler, interpretado en cine por Paul Giamatti en, justamente, Barney’s Version. El hombre en cuestión autodefine su historia de vida como una sucesión de situaciones malgastadas, como si todo aquello que fue construyendo con esfuerzo en un determinado momento, por sus incapacidades, por sus demonios o por factores externos, terminó por destruirlo poco tiempo después. La película de Richard J. Lewis es caótica, despareja, y el nivel de atención que genera depende mucho del atractivo de cada uno de los momentos de la vida de Barney. Pero esa no es necesariamente una debilidad, más bien es la única forma posible de abordar a Richler y la única forma posible de dejar en claro que nosotros estamos siendo testigos de los traspiés y los aciertos de un hombre con muchas vidas, de una obra de teatro con distintos actos bien definidos. Uno de ellos transcurre en una Roma bohemia; el otro se centra en un matrimonio por conveniencia; y el tecero (y sin dudas el mejor) en el vínculo de Barney con el gran amor de su vida, con la única mujer por la que no se dio por vencido nunca.
Lo que hace Lewis es mostrar la manera en la que Barney se enamora de Miriam (Rosamund Pike, tan bella, tan intelectual, tan perfecta) en su segunda boda sin castigarlo. Es decir, jamás presenciamos juicios de valor, presenciamos la corrida desesperada de un hombre hacia un tren donde se encuentra, tranquila y leyendo, la mujer que protagonizará ese tercer acto, sinónimo del mejor estadío de su vida. En cuanto a esto, la actuación de Paul Giamatti – tan compleja y fascinante como la de American Splendor – es brillante porque logra proyectar cómo la existencia va mutando y cómo todo, a fin de cuentas, es relativo, frágil, efímero. Porque Barney cometerá errores, sí, pero la película no los condena. La película, retomando la frase de Roth, muestra a un hombre en continua búsqueda de una vida que nunca terminará de configurarse y que, tan solo en cuestión de segundos – esos segundos que le fueron suficientes para enamorarse de Miriam -, puede derrumbarse y construirse, así, espontáneamente, sin previo aviso, sin alarmas, sin señales.
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