Eduardo D'Argenio

Astor y yo 🙂

 

Cuando apareció, allá por febrero de 2006, tenía alrededor de dos meses. Sin embargo, en tan poco tiempo ya había padecido la crueldad de lo que significa vivir en la calle: bigotes casi inexistentes (con signos inequívocos de haber sido quemados), y no menos de cinco chicles “trabajosamente” pegados en su frágil cuerpito…

Empatía inmediata, o tal vez la básica necesidad de sentirse protegido y querido, quedó reflejada en la mirada de Astor, cuya llegada coincidió con un difícil trance de salud que me obligó a estar casi literalmente encerrado en mi casa a lo largo de un interminable año.

Y fue durante aquel período, cuando la compañía de este simpático negrito se iba a convertir en algo mucho más profundo que permanecer a mi lado, sobre todo en aquellos momentos en los que la angustia crecía. Pero él, a pesar de su “desconocimiento” por el alcance de los efectos terapéuticos de las mascotas, hacía lo imposible para combatir mis bajones, recurriendo a su insistencia para que compartiéramos algún juego con su inseparable pelotita, logrando arrancarme una sonrisa.

Y fue ese inesperado descubrimiento lo que me llevó a proyectar, a través de mi inseparable Astor, la atención hacia todos aquellos perros que –tal como le ocurrió a él mismo durante sus primeros meses de vida- lamentablemente transitan por las calles sin un destino cierto. Está claro entonces que no es producto de la casualidad que, en lo personal, su aparición haya significado un antes y un después en lo que es mi mirada hacia estos queribles seres de cuatro patas.